Y recuerdo aquel mágico momento como si de ayer se tratase. La hierba era limpia y fresca como cada tarde, ambos sonreíamos y rodábamos por ella sin cesar. Me lo pasaba tan bien contigo… Nos cogimos de la mano y corrimos campo a través. Tú decías que alguna clase de animal feroz nos perseguía, y yo confiaba en ti a ciegas, así que corrí con todas mis fuerzas hasta llegar a un lugar seguro. Nos sentamos bajo aquel roble, nuestro roble, en el cual escribiste mi nombre bajo el tuyo, y allí jugamos y reímos casi hasta el anochecer. Cuando apenas unos rayos de sol se reflejaban en el paisaje me miraste a los ojos y me dijiste el primer Te quiero. Yo me sonrojé. Ambos creíamos sentir algo desconocido.
La luna había comenzado a brillar, y aún cuando la preocupación debía estar vigente, en lo único en lo que podía pensar era en ti. Acariciaste mi cara y me diste un beso en la mejilla, te noté nervioso. Agarré tu mano y juntos contemplamos las estrellas y hablamos durante horas. Todo era tan perfecto. Me acerqué con suavidad y lentitud hacia tu cara para que nuestros labios se fundieran. Fue un roce celestial, casi impenetrable. Nos quedamos mirándonos a los ojos varios minutos. Nos abstrajimos del mundo, y creamos uno propio, donde solo estábamos los dos. Y fue entonces cuando dijimos “Juntos para siempre” un tipo de promesa que se hacen los niños mutuamente antes de saber nada acerca de un mundo que podría separarlos, y que de una manera u otra, lo hizo.
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